TODO COMENZÓ POR EL FIN (DOCUMENTAL). 2016.
Director: Luis Ospina.
Desde que entré a transición en el Colegio Champagnat de
Bogotá, retumbaba en cada pared del antiquísimo edificio ubicado en
Teusaquillo, el nombre de quien para muchos, hasta ese momento, era casi un
mito, pero para otros, para los muchos que lo han tenido de frente, resultó ser
el guía necesario para encausar rumbos perdidos y sacar desde lo más profundo
de su ser, capacidades que hasta entonces, pasaban desapercibidas gracias a un
sistema educativo que prima la competencia, la interpretación lineal de la
realidad y el desconocimiento de valores individuales, que solo él, era capaz
de ver y de recalcar, con la crudeza y dureza propias de sus orígenes.
Tuvieron que pasar 12 largos años, para que cada vez el mito
se fuera convirtiendo en realidad, y su presencia se convirtiera en algo
latente, misterioso, con el inexpugnable sentimiento de temor, de recorrer el
límite del abismo, de ser presa de sus palabras, de las cuales, ya en mi último
año de colegio, sentado en un rincón de aquél frío y viejo salón del piso
cuarto, esperaba expectante, con la mirada puesta en él, pero ante su mirada,
con el ser buscando cualquier otro lugar en el mundo, escapando de sus filosos
argumentos, pero que esa mañana de febrero, no tendrían destinatario fijo, por
el contrario, serían la puerta de bienvenida a ese oscuro mundo, que desde
entonces, ha sido mi fiel refugio, y que con nombre propio, identifica cada
rasgo de esta pasión que venía surgiendo tímida y frígida ante las exigencias
de un mundo difícil de comprender, pero que ahí, a través de las líneas de “El
atravesado”, Andrés Caicedo me tendía su mano, y se presentaba como cancerbero ante
este mundo de la cinefilia.
“A mí el primero que
me enseñó a pelear, fue mi amigo, Edgar Piedrahita…”, leía con su voz
fuerte el Hermano Andrés, recogiendo para sí, los ojos de los 43 alumnos del
curso 11B, quienes al unísono, se transportaban a ese mundo, de los tropeles,
de La Barra Brava, mientras que yo, poco a poco me perdía en el mundo del cine,
de las películas que tanto amaba Andrés (Caicedo), y que durante ese año,
Andrés (Hurtado), me inoculaba como un virus, el mismo que se replicaría en
esta adorable enfermedad, que después de tantos años, crece y crece, y se
contagia rápidamente en una nueva víctima de la cinefilia, mi hijo, que a tan
temprana edad, ya muestra serios síntomas de su amor por el séptimo arte.
De “El atravesado”, salté a sus intercambios epistolares,
con una serie de personajes del cine, amantes, conocedores, realizadores,
quienes con una devoción casi sacramental, tomaban una a una sus palabras como
el derrotero a seguir para llegar a la perfección del más imperfecto, de quien
nunca estuvo conforme, de quien incluso, desde su infancia supo que era una
leyenda y que las leyendas mueren jóvenes, porque hombres como Andrés
(Caicedo), tal como James Dean, están destinados a dejarle cadáveres bonitos a
este paraíso sombrío, y así, con resignación, lo recibieron y lo respetaron en
su círculo más cercano, donde aquellas 60 pastillas de seconal, no dejaron de
causar dolor, pero tampoco fueron interpretadas como inesperadas, simplemente
cumplían la profecía de aquél que entonces, tal como lo relata Patricita
(Restrepo), yaciera recostando su cabeza sobre sus manos, sentado al lado de la
cómplice de tanta genialidad, su máquina de escribir Remington.
Andrés (Hurtado), relataba aquella época donde fue testigo
presencial de la leyenda, y tuvo frente a él a aquél lánguido personaje, en sus
clases de literatura del Colegio Berchmans de su natal Cali, quien a pesar de
su tartamudeo, irrumpió con fuerza el mundo de las letras, para escriturar un
lugar indestronable en el panteón de la inmortalidad, pero como todo ídolo
maldito, empezaría poco a poco en convertirse en imagen de la cultura pop chibcha, compitiendo con
el Ché y con Jesucristo, por un lugar en las franelas de jovencitos y
jovencitas, quienes ven en él, un argumento a su actitud decadente y pseudo rebelde,
pero que no encarnan ni una milésima de aquella filosofía nihilista, que lo
empoderaba en su reino, de desesperación e incomprensión, dando como resultado,
entre tantas otras falacias, la puesta cinematográfica de su obra cumbre “Que
viva la música”, llevada a la gran pantalla por un director que como Carlos
Moreno, se caracteriza por ilustrar narcos y lavaperros, pero quien se
confundió en absoluto al mostrar a María del Carmen Huerta, no como en la
heroína que tantas generaciones ha cautivado, sino como una de sus tantas prepagos
drogadictas, intrascendente e insultante para la obra del gran Andrés
(Caicedo).
Afortunadamente, aquél mismo año que dio a luz tan grotesco
intento de banalizar la obra de Caicedo, por coincidencias de la vida, o a
causa de un designio de la justicia divina, vio nacer a otra obra, que a manera
de documental, llevaría a las salas, la triste gran historia de lo que se
conoció como el Grupo de Cali, que si bien estuvo conformado por un gran número
de sujetos, fueron tres los que alcanzaron un especial reconocimiento en el
arte, siendo ellos, el ya varias veces mentado Andrés, Carlos Mayolo y Luis
Ospina, siendo este último quien al ser el sobreviviente de este tridente,
llevaría a cabo la titánica misión de retratar como ningún otro, lo que para
muchos fue Caliwood, pero para otros, fue su propia vida y razón de existir,
teniendo como escenario la calurosa capital del Valle del Cauca, que como
muchos tantos manifiestan, es una ciudad que no tiene memoria, y de aquella
Cali de finales de los 60 y los 70, ya todo se lo inhaló el narcotráfico o
quedó disminuido a cenizas, vertidas al lado de un frondoso yarumo.
Sin embargo, este relato, tal como todos los del grupo de
Cali, no podía estar ajeno a la tragedia, situación que haría narrar esta
historia desde su epílogo, tal como su título lo afirma, “Todo comenzó por el
fin”, porque para Luis Ospina, la experiencia de recorrer su historia y la de
sus amigos en 90 minutos, terminó convirtiéndose en una lucha epopéyica por su
vida, debido al diagnóstico de cáncer gástrico como resultado de un tumor
duodenal, que en medio del proceso de producción, estuvo a punto de interrumpir
su obra, pero que contrario a llevarla a triste término, se sumó a la crónica
de esta generación trágica, donde la muerte emana como factor común entre sus miembros,
todo porque ella, lúgubre y bella, danzó su consabida pieza, iniciando con
Andrés, continuando con Mayolo y por poco terminando con Luis.
Desde su lecho de enfermo, y a tono de retrospectiva por
inminente causa de muerte, Luis Ospina se retrata a sí mismo, como el triste
resultado de un proceso autodestructivo, donde la única vida que resultaba
posible, era la retratada y expuesta en el gran telón blanco de Ciudad Solar y
posteriormente en la gran pantalla del Teatro San Fernando, hoy convertido en
centro de culto y oración para una de las tantas iglesias que cada día nacen en
nuestro país, retrato donde todos y cada uno de sus participantes, denotan en
sus rostros el dolor, la agonía y el remordimiento, por lo que en su momento
pudo ser la gloria, que finalmente, se tornó en un infierno, que aún, después
de 40 años, sigue siendo su morada, con escasos momentos de redención, en medio
de las risas desaforadas y del sexo sin fin, que tras el manto de la coca, los
hongos, el LSD, ácidos y la infaltable marihuana, no tenía más escapatoria que
llegar lo más pronto posible al fin.
De aquél retrato de 90 minutos, Luis Ospina pasó a un
documento histórico de tres horas y media, abordando cada espacio de la vida,
en primer lugar de Andrés Caicedo, su amor por el cine y por la muerte, su
inquietud intelectual, dándole una connotación mesiánica, que abordaba su constante
roce con el suicidio, con la tragedia, plasmando su propia nota de despedida, casi
tres años antes de que realmente aconteciera su deceso, acorralado por el peso
de unos años intensamente vividos, afectado por amores no correspondidos, y por
el peso de ser el estandarte de una generación, que lo seguía, lo escuchaba y lo leía, por
llevar consigo el mensaje de una juventud inquieta, que se contagiaba de los
movimientos sociales ocasionados por la Guerra de Vietnam, el inconformismo de
los estudiantes de aquél París del 68, y que 3 años más tarde, replicaría en la
Sultana del Valle, convirtiendo su tierra, en sinónimo de arte, creación y revolución
cultural.
Seguiría la historia Con Carlos Mayolo, el hombre fuerte
detrás de cámaras, el director, capaz de llevar las ideas a escena y
retratarlas con sus amplios conocimientos cinematográficos, hecho que tendría
su mayor relevancia con cintas como La Mansión de Araucaima (1986), una de las
obras clave del cine colombiano, y programas de televisión como Azúcar (1989),
donde, tal como lo recopilan sus amigos
y conocidos a través de las entrevistas recogidas por Luis Ospina para el
documental, ha sido el único director con libertad creativa total, dando como
resultado, uno de los productos televisivos más valiosos de los últimos
tiempos, teniendo como anécdota la estrecha relación de Mayolo con el alcohol,
las drogas y la puesta en escena, donde era imposible verlo en estado de plena
conciencia, haciendo parecer el vodka y la cocaína como la vitamina necesaria
para crear y llevar a cabo sus ideas.
Tal como Andrés, pero con casi 30 años de retraso, marcó su
signo final, rozando los límites de la demencia y llegando casi a la invalidez,
terminó sus días junto a su compañera de los últimos años, Beatriz Caballero,
quien en una relación de corte edípico, intentó conservar su lucidez hasta el
fin de sus días, tras la sombra del gran amor de su vida, su madre, de quién
como anécdota, se recuerda en el documental el momento en que Carlos Mayolo
sufre un paro cardiaco y respiratorio, que reduciría, en caso de salvarse, en
un amplio margen su calidad de vida, a lo que su mamá responde, en plena crisis,
que por favor lo desconecten, porque no soportaría la idea de ver a Carlos, bobo.
La vida de Luis Ospina, no guarda un capítulo especial a lo
largo de este trabajo, pues Luis Ospina mezcla su destino, con el destino de
los otros dos miembros del grupo, participando en cada anécdota, cada historia,
cada tristeza y cada instante de intenso dolor, siendo testigo vivo de una de
las páginas más polémicas, prolífica y triste de la cultura colombiana. Su gran logro en este apartado, es
representar su tragedia personal, su grave enfermedad, descarnadamente
retratada, como un aparte propio de la aparición de estos dos personajes en su
vida, proyectando los espacios más íntimos de ellos, bajo una clara solicitud
al espectador, para que viva a través de sus ojos, la historia que nos está
contando, que seamos partícipes del ágape que por poco resulta su última cena,
convirtiéndonos en discípulos, amigos y cómplices de Andrés, Carlos y de él
mismo.
“Todo comenzó por el fin”, resulta un documento necesario,
aunque abrumador, de los orígenes del cine moderno en Colombia, de las bases
sobre las cuales se cuentan las historias de los nuevos realizadores
colombianos, quienes en cada una de sus obras, se ven influenciados por el
genio de estos tres próceres del séptimo arte de nuestro país, recurriendo a un
recorrido de imágenes, aparte de películas, de documentales, entrevistas,
cartas, libros, e incluso, de la documentación de una reunión de amigos, sus
impresiones, propias y ajenas, de lo que ha sido su vida, lo que casi fue su
muerte y el hecho de ser parte de un colectivo que año tras año se revitaliza,
con la publicación de material inédito, con homenajes como el que se llevó a
cabo este año en el Festival Internacional de Cine de Cartagena, o con trabajos
como éste, que lo siguen manteniendo vigente y que todo indica, tiene mucho más
para dar.
Son tres horas y media, no aptas para todo el público, pues
si bien se puede identificar con alguno de los elementos que la componen (la
música, las películas, la época), su narración es bastante intimista, y en
ocasiones resulta engorrosa, la aparición de personajes sin importancia real en
la historia, tratando de juntar tantas cosas en un mismo trabajo, que hay
momentos donde el proceso de contar la historia pareciese estancado, dejando al
espectador la tarea de sacar su propia conclusión, al brindar todos los
elementos, incluso algunos que parecieran sobrantes, para el ejercicio
intelectual de quienes se tomaron el trabajo de asistir a una de las tres
funciones en las que fue programada en algunas salas seleccionadas de Cine
Colombia.
Finalmente, solo me queda decir que Andrés (Hurtado),
después de tomarse un buen tiempo por hacer de mí una criatura viviente en el
mundo de los proyectores y las cintas, se llevó una gran decepción al enterarse
que éste que les escribe, no sería cineasta, tal como lo manifestara una y otra
vez en diversos cine foros dictados, en talleres realizados, en discusiones
sostenidas en el patio de recreo, sino que se dejaría llevar por el mundo de
las leyes y los códigos, a lo cual, el día que descubrió tal decisión, no halló
otra forma de comunicarlo, que con un sonoro ¡hijueputa!
Pero bueno, aquí
estoy, y Andrés (Caicedo) y Andrés (Hurtado), aún siguen tan vigentes en mi
vida en este pequeño espacio que creé, no solo para mitigar un poco la desazón
de mi profesor de literatura y de varios conocidos y familiares, sino para
mantenerme vivo, para no sentirme decepcionado conmigo mismo, y que cuando llegue
el momento de hacer mi propia retrospectiva, no me sienta tan mal por haber
cometido la osadía de vivir más de 25 años y tener que vestir día tras día, el
traje gris del adulto en el que me convertí.
Calificación: 8.5/10