martes, 12 de abril de 2016

TODO COMENZÓ POR EL FIN: ODA A LA CINEFILIA

TODO COMENZÓ POR EL FIN (DOCUMENTAL).  2016.  Director: Luis Ospina.


Desde que entré a transición en el Colegio Champagnat de Bogotá, retumbaba en cada pared del antiquísimo edificio ubicado en Teusaquillo, el nombre de quien para muchos, hasta ese momento, era casi un mito, pero para otros, para los muchos que lo han tenido de frente, resultó ser el guía necesario para encausar rumbos perdidos y sacar desde lo más profundo de su ser, capacidades que hasta entonces, pasaban desapercibidas gracias a un sistema educativo que prima la competencia, la interpretación lineal de la realidad y el desconocimiento de valores individuales, que solo él, era capaz de ver y de recalcar, con la crudeza y dureza propias de sus orígenes.

Tuvieron que pasar 12 largos años, para que cada vez el mito se fuera convirtiendo en realidad, y su presencia se convirtiera en algo latente, misterioso, con el inexpugnable sentimiento de temor, de recorrer el límite del abismo, de ser presa de sus palabras, de las cuales, ya en mi último año de colegio, sentado en un rincón de aquél frío y viejo salón del piso cuarto, esperaba expectante, con la mirada puesta en él, pero ante su mirada, con el ser buscando cualquier otro lugar en el mundo, escapando de sus filosos argumentos, pero que esa mañana de febrero, no tendrían destinatario fijo, por el contrario, serían la puerta de bienvenida a ese oscuro mundo, que desde entonces, ha sido mi fiel refugio, y que con nombre propio, identifica cada rasgo de esta pasión que venía surgiendo tímida y frígida ante las exigencias de un mundo difícil de comprender, pero que ahí, a través de las líneas de “El atravesado”, Andrés Caicedo me tendía su mano, y se presentaba como cancerbero ante este mundo de la cinefilia.

“A mí el primero que me enseñó a pelear, fue mi amigo, Edgar Piedrahita…”, leía con su voz fuerte el Hermano Andrés, recogiendo para sí, los ojos de los 43 alumnos del curso 11B, quienes al unísono, se transportaban a ese mundo, de los tropeles, de La Barra Brava, mientras que yo, poco a poco me perdía en el mundo del cine, de las películas que tanto amaba Andrés (Caicedo), y que durante ese año, Andrés (Hurtado), me inoculaba como un virus, el mismo que se replicaría en esta adorable enfermedad, que después de tantos años, crece y crece, y se contagia rápidamente en una nueva víctima de la cinefilia, mi hijo, que a tan temprana edad, ya muestra serios síntomas de su amor por el séptimo arte.

De “El atravesado”, salté a sus intercambios epistolares, con una serie de personajes del cine, amantes, conocedores, realizadores, quienes con una devoción casi sacramental, tomaban una a una sus palabras como el derrotero a seguir para llegar a la perfección del más imperfecto, de quien nunca estuvo conforme, de quien incluso, desde su infancia supo que era una leyenda y que las leyendas mueren jóvenes, porque hombres como Andrés (Caicedo), tal como James Dean, están destinados a dejarle cadáveres bonitos a este paraíso sombrío, y así, con resignación, lo recibieron y lo respetaron en su círculo más cercano, donde aquellas 60 pastillas de seconal, no dejaron de causar dolor, pero tampoco fueron interpretadas como inesperadas, simplemente cumplían la profecía de aquél que entonces, tal como lo relata Patricita (Restrepo), yaciera recostando su cabeza sobre sus manos, sentado al lado de la cómplice de tanta genialidad, su máquina de escribir Remington.


Andrés (Hurtado), relataba aquella época donde fue testigo presencial de la leyenda, y tuvo frente a él a aquél lánguido personaje, en sus clases de literatura del Colegio Berchmans de su natal Cali, quien a pesar de su tartamudeo, irrumpió con fuerza el mundo de las letras, para escriturar un lugar indestronable en el panteón de la inmortalidad, pero como todo ídolo maldito, empezaría poco a poco en convertirse en  imagen de la cultura pop chibcha, compitiendo con el Ché y con Jesucristo, por un lugar en las franelas de jovencitos y jovencitas, quienes ven en él, un argumento a su actitud decadente y pseudo rebelde, pero que no encarnan ni una milésima de aquella filosofía nihilista, que lo empoderaba en su reino, de desesperación e incomprensión, dando como resultado, entre tantas otras falacias, la puesta cinematográfica de su obra cumbre “Que viva la música”, llevada a la gran pantalla por un director que como Carlos Moreno, se caracteriza por ilustrar narcos y lavaperros, pero quien se confundió en absoluto al mostrar a María del Carmen Huerta, no como en la heroína que tantas generaciones ha cautivado, sino como una de sus tantas prepagos drogadictas, intrascendente e insultante para la obra del gran Andrés (Caicedo).

Afortunadamente, aquél mismo año que dio a luz tan grotesco intento de banalizar la obra de Caicedo, por coincidencias de la vida, o a causa de un designio de la justicia divina, vio nacer a otra obra, que a manera de documental, llevaría a las salas, la triste gran historia de lo que se conoció como el Grupo de Cali, que si bien estuvo conformado por un gran número de sujetos, fueron tres los que alcanzaron un especial reconocimiento en el arte, siendo ellos, el ya varias veces mentado Andrés, Carlos Mayolo y Luis Ospina, siendo este último quien al ser el sobreviviente de este tridente, llevaría a cabo la titánica misión de retratar como ningún otro, lo que para muchos fue Caliwood, pero para otros, fue su propia vida y razón de existir, teniendo como escenario la calurosa capital del Valle del Cauca, que como muchos tantos manifiestan, es una ciudad que no tiene memoria, y de aquella Cali de finales de los 60 y los 70, ya todo se lo inhaló el narcotráfico o quedó disminuido a cenizas, vertidas al lado de un frondoso yarumo.

Sin embargo, este relato, tal como todos los del grupo de Cali, no podía estar ajeno a la tragedia, situación que haría narrar esta historia desde su epílogo, tal como su título lo afirma, “Todo comenzó por el fin”, porque para Luis Ospina, la experiencia de recorrer su historia y la de sus amigos en 90 minutos, terminó convirtiéndose en una lucha epopéyica por su vida, debido al diagnóstico de cáncer gástrico como resultado de un tumor duodenal, que en medio del proceso de producción, estuvo a punto de interrumpir su obra, pero que contrario a llevarla a triste término, se sumó a la crónica de esta generación trágica, donde la muerte emana como factor común entre sus miembros, todo porque ella, lúgubre y bella, danzó su consabida pieza, iniciando con Andrés, continuando con Mayolo y por poco terminando con Luis.

Desde su lecho de enfermo, y a tono de retrospectiva por inminente causa de muerte, Luis Ospina se retrata a sí mismo, como el triste resultado de un proceso autodestructivo, donde la única vida que resultaba posible, era la retratada y expuesta en el gran telón blanco de Ciudad Solar y posteriormente en la gran pantalla del Teatro San Fernando, hoy convertido en centro de culto y oración para una de las tantas iglesias que cada día nacen en nuestro país, retrato donde todos y cada uno de sus participantes, denotan en sus rostros el dolor, la agonía y el remordimiento, por lo que en su momento pudo ser la gloria, que finalmente, se tornó en un infierno, que aún, después de 40 años, sigue siendo su morada, con escasos momentos de redención, en medio de las risas desaforadas y del sexo sin fin, que tras el manto de la coca, los hongos, el LSD, ácidos y la infaltable marihuana, no tenía más escapatoria que llegar lo más pronto posible al fin.


De aquél retrato de 90 minutos, Luis Ospina pasó a un documento histórico de tres horas y media, abordando cada espacio de la vida, en primer lugar de Andrés Caicedo, su amor por el cine y por la muerte, su inquietud intelectual, dándole una connotación mesiánica, que abordaba su constante roce con el suicidio, con la tragedia, plasmando su propia nota de despedida, casi tres años antes de que realmente aconteciera su deceso, acorralado por el peso de unos años intensamente vividos, afectado por amores no correspondidos, y por el peso de ser el estandarte de una generación,  que lo seguía, lo escuchaba y lo leía, por llevar consigo el mensaje de una juventud inquieta, que se contagiaba de los movimientos sociales ocasionados por la Guerra de Vietnam, el inconformismo de los estudiantes de aquél París del 68, y que 3 años más tarde, replicaría en la Sultana del Valle, convirtiendo su tierra, en sinónimo de arte, creación y revolución cultural.

Seguiría la historia Con Carlos Mayolo, el hombre fuerte detrás de cámaras, el director, capaz de llevar las ideas a escena y retratarlas con sus amplios conocimientos cinematográficos, hecho que tendría su mayor relevancia con cintas como La Mansión de Araucaima (1986), una de las obras clave del cine colombiano, y programas de televisión como Azúcar (1989), donde, tal como  lo recopilan sus amigos y conocidos a través de las entrevistas recogidas por Luis Ospina para el documental, ha sido el único director con libertad creativa total, dando como resultado, uno de los productos televisivos más valiosos de los últimos tiempos, teniendo como anécdota la estrecha relación de Mayolo con el alcohol, las drogas y la puesta en escena, donde era imposible verlo en estado de plena conciencia, haciendo parecer el vodka y la cocaína como la vitamina necesaria para crear y llevar a cabo sus ideas. 

Tal como Andrés, pero con casi 30 años de retraso, marcó su signo final, rozando los límites de la demencia y llegando casi a la invalidez, terminó sus días junto a su compañera de los últimos años, Beatriz Caballero, quien en una relación de corte edípico, intentó conservar su lucidez hasta el fin de sus días, tras la sombra del gran amor de su vida, su madre, de quién como anécdota, se recuerda en el documental el momento en que Carlos Mayolo sufre un paro cardiaco y respiratorio, que reduciría, en caso de salvarse, en un amplio margen su calidad de vida, a lo que su mamá responde, en plena crisis, que por favor lo desconecten, porque no soportaría la idea de ver a Carlos, bobo.

La vida de Luis Ospina, no guarda un capítulo especial a lo largo de este trabajo, pues Luis Ospina mezcla su destino, con el destino de los otros dos miembros del grupo, participando en cada anécdota, cada historia, cada tristeza y cada instante de intenso dolor, siendo testigo vivo de una de las páginas más polémicas, prolífica y triste de la cultura colombiana.  Su gran logro en este apartado, es representar su tragedia personal, su grave enfermedad, descarnadamente retratada, como un aparte propio de la aparición de estos dos personajes en su vida, proyectando los espacios más íntimos de ellos, bajo una clara solicitud al espectador, para que viva a través de sus ojos, la historia que nos está contando, que seamos partícipes del ágape que por poco resulta su última cena, convirtiéndonos en discípulos, amigos y cómplices de Andrés, Carlos y de él mismo.

“Todo comenzó por el fin”, resulta un documento necesario, aunque abrumador, de los orígenes del cine moderno en Colombia, de las bases sobre las cuales se cuentan las historias de los nuevos realizadores colombianos, quienes en cada una de sus obras, se ven influenciados por el genio de estos tres próceres del séptimo arte de nuestro país, recurriendo a un recorrido de imágenes, aparte de películas, de documentales, entrevistas, cartas, libros, e incluso, de la documentación de una reunión de amigos, sus impresiones, propias y ajenas, de lo que ha sido su vida, lo que casi fue su muerte y el hecho de ser parte de un colectivo que año tras año se revitaliza, con la publicación de material inédito, con homenajes como el que se llevó a cabo este año en el Festival Internacional de Cine de Cartagena, o con trabajos como éste, que lo siguen manteniendo vigente y que todo indica, tiene mucho más para dar.


Son tres horas y media, no aptas para todo el público, pues si bien se puede identificar con alguno de los elementos que la componen (la música, las películas, la época), su narración es bastante intimista, y en ocasiones resulta engorrosa, la aparición de personajes sin importancia real en la historia, tratando de juntar tantas cosas en un mismo trabajo, que hay momentos donde el proceso de contar la historia pareciese estancado, dejando al espectador la tarea de sacar su propia conclusión, al brindar todos los elementos, incluso algunos que parecieran sobrantes, para el ejercicio intelectual de quienes se tomaron el trabajo de asistir a una de las tres funciones en las que fue programada en algunas salas seleccionadas de Cine Colombia.

Finalmente, solo me queda decir que Andrés (Hurtado), después de tomarse un buen tiempo por hacer de mí una criatura viviente en el mundo de los proyectores y las cintas, se llevó una gran decepción al enterarse que éste que les escribe, no sería cineasta, tal como lo manifestara una y otra vez en diversos cine foros dictados, en talleres realizados, en discusiones sostenidas en el patio de recreo, sino que se dejaría llevar por el mundo de las leyes y los códigos, a lo cual, el día que descubrió tal decisión, no halló otra forma de comunicarlo, que con un sonoro ¡hijueputa!

Pero bueno,  aquí estoy, y Andrés (Caicedo) y Andrés (Hurtado), aún siguen tan vigentes en mi vida en este pequeño espacio que creé, no solo para mitigar un poco la desazón de mi profesor de literatura y de varios conocidos y familiares, sino para mantenerme vivo, para no sentirme decepcionado conmigo mismo, y que cuando llegue el momento de hacer mi propia retrospectiva, no me sienta tan mal por haber cometido la osadía de vivir más de 25 años y tener que vestir día tras día, el traje gris del adulto en el que me convertí.



Calificación: 8.5/10